La existencia polaroid: lo efímero de lo humano.
- Por David Gámez.
- 28 abr 2019
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Exergo.
Hace mucho tiempo que sabemos que nuestra existencia es efímera, que la vida es corta y se compone de pequeñas crisálidas instantáneas que pronto nos darán su mejor metamorfosis, después de todo, el cambio es lo que más nos seduce en esta experiencia tempórea, la transición hacia un instante después de lo que pasa en otro que le precede, tal vez se trata de esa propensión psicológica de la que habla Hume en torno a la asociación de hechos previos y posteriores, contiguos para bien nuestro y para la salud de nuestro ideal científico. ¿Qué sería de nosotros si en realidad nada cambiara? Si las cosas, como las indicó Aristóteles no fueran en esencia móviles o, si en el fondo la idea parmenídica del ser nos colocará en una representación estática que solo en apariencia sería móvil pero que, si se le mira con detenimiento, no sería más que una fijación de fondo, eterno retorno de lo semejante, multicolor sobre la superficie, pero fijada desde la base, como aquellas viejas fotografías de nuestras cámaras Polaroid en las que la vida se detuvo para recordarnos que, el instante, no es más que una eternidad anclada a nuestro pasado por-venir, en el que cada momento solo es momento en la medida en que deja de serlo para convertirse en nada más que una memoria, un recuerdo o una vivencia, modificando nuestro presente de manera tan inquebrantable que para entonces, nuestro ayer sigue siendo lo que ahora mismo se destina mientras se resiste al olvido, movimiento en fijación, multiplicidad en unidad.

No hace falta ser muy lúcido para darse cuenta de que nuestro devenir ha cambiado en su forma de sedimentar las cosas, ya no importa mucho si hay un régimen de conceptos como los que Bergson denunciaba a principios del XX como formas frías de lo viviente, porque incluso el concepto mismo se ha realizado como el ídolo de nuestra propia época, de tal manera que todavía hoy cumple más que entonces su función, es lo que precisamente denomina Marion como un espejo invisible, que nos deja mirar a través de su reflejo todo aquello que deseamos ver, pero que a fin de cuentas, solo permite que la mirada resplandezca bajo la visión de una idolatría que anuncia su propio acabamiento. El concepto, de nuestros bienes intelectuales, detiene y estatifica no solo la vida sino también nuestra mirada, que al dejar de mirar lo diferente, por cuanto se convierte en vulgar visión idolátrica, hace nacer de su propio seno, los ídolos necesarios para satisfacer su propia vanidad, he aquí que entonces el concepto ya no es más que el recurso de una cierta pretensión, de una mirada que se deja colmar en el eterno devenir de su idolatría.
Más que conceptos y más que palabras, la sedimentación de la vida parece proceder hoy de la idolatría del trans, de lo transhumano, de lo transgresor, de lo transitorio, del paso que va del concepto al verbo, como si el movimiento que lleva de lo estable hacia lo efímero representara la vanguardia de saberse a salvo de la muerte por concepto, creyendo que al abandonar lo inmóvil se garantiza la permanencia del cambio y de la continuidad, se operan por esto nuevas oblaciones y nuevas liturgias: se rechaza lo inmutable a cambio de lo contingente, lo fijo por mor de lo inestable, transacción y economía de nuevas divisas, heliotropía y religiosidad de una devoción cuasi-universal donde la metástasis de las formas convierten a cualquier ídolo en supremo y a todo creyente en adoratriz, la religación para entonces se ha cumplido finalmente en el tiempo de la parusía, en el advenimiento de un síntoma de época en que los “hombres” nos sentimos conminados a luchar por todo lo que re-presenta en nosotros “La verdad” de lo que creemos, para así poder reestablecer el orden y la civilización. Tal vez solo se trata de una suerte de nostalgia, quizá solo sea el síntoma de una pequeña crisis de melancolía, no lo sabremos hasta que en el momento indicado podamos hablarnos con franqueza acerca de todo ello, por ahora, el escándalo de todas nuestras reivindicaciones ahogan cualquier intento de preocuparnos por el habla.
La imagen del hombre.

La doctrina ya no es cristiana, pues esta se ha convertido en el arquetipo, hoy no hay doctrina sino doctrinas, una proliferación de fijaciones sobre la vida que, en el mejor de los casos se vuelven puntos de vista, y en el peor de los escenarios se convierten en movimientos auto-inmanentes referenciados a sí mismos, como reflejos reflejantes de un desafío que se multiplica al infinito sin anhelos ni esperanzas reales (tal vez ideológicas, si es que aun las hay). El núcleo, entonces, se encuentra en el fervor: en el conjunto de fuerzas motrices, psíquicas y sociales que de pronto encaminan lo orgánico hacia una finalidad con sentido o, quizá sin sentido, según sea el caso y la profundidad. En uno o en otro aspecto, se trata del padecimiento del cuerpo, del sufrimiento en carne propia de un lenguaje que nos habita como falta, buscando a tientas el sentido y fijando la dirección del camino necesario, trazando la trayectoria que oriente la estancia, sujetando (subjectum) el cuerpo a la vida y destinándole así su propia muerte (la primera y única verdad no verificable), génesis de la incertidumbre, origen de la investigación, met-odo-logía que prescribe un ¿Cómo? llegar a ser cierto (Certeza).
En cualquier época de la historia humana se ha asumido una tarea de semejante talante en torno al “hombre”, aunque para entonces, el ideal pretendido como universal y menos fragmentado, hacía posible una configuración programática más estandarizada que específica. Es esto quizá lo que comúnmente pudiéramos llamar como “Humanismo”, la pretensión por la que se crearon los medios necesarios para llevar al hombre a su plenitud, en el orden de su naturaleza y en el de su historicidad, de ahí que la “Paideía” griega lleve al hombre a su ser más pleno como ciudadano, o que la “Romanitas” lo convierta en súbdito de un imperio, al modo que para su tiempo, el acontecimiento cristiano mediante la “Paideia Christi” plenificaba al hombre en cuanto criatura religada a su Dios, ni que decir del Renacimiento en que el hombre debía realizar sus más enteras posibilidades como microcosmos, como medida de todas las cosas, el “Sapere aude” de la ilustración, o la “Bildüng” como formación del sujeto para alcanzar su racionalidad, es esto lo que siempre ha caracterizado al ser humano, la determinación de su propia esencia en aras de la apropiación de su ser como ex – sistente, abierto, vacío y en búsqueda del sentido.
No cabe duda de que si de algo estamos seguros el día de hoy, es que no sabemos quiénes somos ni a dónde vamos, a decir de Sócrates solo “sabemos que no sabemos” y nuestra tarea del “Gnothi Seauton” (conócete a ti mismo) comienza a verdear apenas lo humano perece, mientras que este estado de sequía nos ha vuelto delirantes, solemos poner verdades donde hay alucinaciones y certezas donde hay ficciones, nada como una época donde la representación se convierte en lo absoluto, nos volvimos virtuales hace ya mucho tiempo, sino es que siempre lo hemos sido, vagamos de actualización a actualización y corremos de programa en programa, nos modificamos, nos renovamos, nos hacemos transitar hacia nuevas formas de proyección pero siempre, no se trata más que de una configuración parcial, de un arreglo o de alguna especie de barrido, de tecnología de nuestro ser como máquinas de un deseo que siempre nos pospone, para luego, para siempre y para entonces.

Es aquí donde nuestra ex – sistencia abierta se ha fijado, en la imagen de lo que en nosotros hemos visto como pura contingencia, de ahí que nuestra historia provenga de una religión anclada al cuerpo glorioso, a ese cuerpo que no queda sin intervención, sin el sometimiento a alguna pasión que lo transgreda, sino que, al contrario, ya que es por esta intervención a diestra y siniestra que el cuerpo se hace más real, más pleno, y por la cual alcanza su propia perfección: pasión, resurrección y gloria. De ahí también nuestro ideal científico, la importancia concedida al conocimiento de lo sensiblemente dado mediante la búsqueda obsesiva de una objetividad del artificio, nuestra empresa científica tiene el cometido sensual de hacer valer los sentidos siempre que estos nos alcancen para la determinación objetiva de nuestras representaciones sobre el mundo, el corpus científico es del cuerpo ordenado a la objetividad y en búsqueda de la determinación trascendental de la experiencia, ¿Qué conocemos? ¿Cómo conocemos? ¿para qué conocemos? La ciencia es empresa, a medida, y precisamente, porque en su origen ya está arrojada a la búsqueda de lo que siempre siente el cuerpo, lo más importante entonces resulta ser el cambio que va del simple sentir al sentir de qué modo y para qué.
Cuerpo glorioso y cuerpo científico, que en apariencia representan dos instancias lejanas, son hermanas en el modo de hacer del cuerpo el epicentro de una experiencia que redobla el cometido del sentir. De tal forma que el padecimiento de este sentir siempre se encuentra a la espera de su trans-figuración hacia otro orden que lo “puramente” dado; la religiosidad del cuerpo “crucificado” y la cientificidad del cuerpo sensible, comparten de fondo su esfera de plenitud en este segundo momento, donde el cuerpo es re-vivido a partir de su trans-formación.

El orden (científico y religioso) así establecido, así vivido y así experimentado por todos nosotros no consiste más que en una representación frívola de nuestra vanidad, y al decir aquí vanidad no decimos alguna especie de soberbía o egocentrismo, sino más bien de vacuidad e idolatría de lo que hemos fijado para mirar cuando nuestra mirada se detiene en el espejo invisible, en el concepto y en el padecimiento de lo transitorio. No somos, por esto, más que un juego de miradas cruzadas seducidas por el ídolo de la pasión transformadora del cuerpo (crucifixión, objetividad, ciencia), nos fascina la representación de los cuerpos y de los discursos diversificados atravesados por la objetividad (pasión y gloria), nos agrada, por tanto, aquello que más se nos (a)parece y (re)presenta, y nos causa repulsión todo aquello que menos nos (ad)mira y nos des(con)figura. La verdad, si es que la hay, es el fruto del hombre que se ama a sí mismo, al mirar en su cuerpo trans-formado la última certeza que hay que defender, mientras rechaza todo lo otro que queda al margen de su perfomance, así, disimula no ver cuando su visión fulgura de idolatría y de autosabotaje: una imagen decadente de lo humano que quedará para siempre fijada a nuestra historia. Lo humano perece y el cuerpo, in-diviso y en sociación, produce, registra y almacena: excedente de significado, parálisis del devenir.
Vanidad, seducción y frivolidad.
Pero la existencia Polaroid no es solo cuestión del instante y de su transición, no solo implica aquella condición efímera de la existencia humana sino sobre todo la importancia de la imagen idolátrica que sobre ella aparece de manera tan seductora para dejarse fijar, sin poder ser reconocida por su condición de espejo invisible, o acaso por su seducción frívola que colma hasta el cansancio la mirada de quién ha encontrado lo “ultimo” digno para mirar, la ultima mención que ha detenido sobre su paso la intensidad del poder ver más allá de sí misma. El instante, por esto, está de fondo, dicha contingencia de la existencia es el “locus” de lo que hay que representar, no obstante, el elemento central de este juego seductor de las representaciones efímeras, no es otra cosa más que la imagen misma que ha sido dispuesta para preservar, la contingencia hecha carne para devenir como pasión, como lenguaje, como expresión definitiva de lo que ha sido visto para llegar a ser, es el cuerpo ya imaginado que representa un conjunto discreto de posibilidades sobre los que el hombre articula su propia composición: el outfit, el look, la pose, el gesto, el feeling, la apariencia sin más, como verbo, vence a la indeterminación de las formas y al devenir del caos para imponerse como certeza de lo que somos y de lo que deseamos tener (que) ser, al “locus” de lo efímero se añade el “situs” de lo humano, la ex - sistencia transmutada en puro éx – tasis, como apertura misma del deseo y como goce frívolo de la pretensión. Expuesta pues, a su último horizonte: la vanidad.

La sedimentación de la vida y la parálisis del devenir decimos entonces que, en un sentido, ya no proceden de la sola fuerza del concepto, ni de la magnitud de la fuerza religiosa del crucificado, sino de la hibridación por la cual el concepto y la cruz se convirtieron en forma de vida para el hombre moderno, en tecnología de la existencia para alcanzar la certidumbre por medio del uso del logos (Lenguaje) para resolver el asunto más personal de todos: existir, y por ello, morir. La subjetividad humana no solo tiene procedencia científica sino sobre todo religiosa, por cuanto a todo hombre le compete resolver de inmediato su existencia en orden a su finitud, esto es, al hecho inesquivable de saber que está tramado por su propia muerte y que ésta le compete de manera singular. Ante tal fatalidad entonces, el recurso, incluyendo aquella modalidad de la indiferencia.

La mirada del hombre ha sido colmada pues por su propia imagen, por lo que ha puesto delante suyo como lo digno de mirar, a tal grado que la intensidad de esta mirada se ha agotado en esta suma de elementos posibles para dar a aquella visión el último ídolo de su veneración. Esta imagen se preserva entonces como el tesoro más valioso de lo que el hombre ha podido mirar de sí mismo, se observa en aquella representación como lo más supremo y como el cúlmen de todo lo que habría que mirar, no obstante, es por esta plenitud y por esta pretensión que el hombre está entregado a la más grande de sus cegueras, no por haber nacido invidente, sino porque al estar cualificado para ver se ha ofuscado de admiración y se ha inclinado ante el resplandor de una idolatría que lo paraliza, que lo contiene y que le inspira un temor a perder de tajo, la gracia y el sentido que el ídolo, hasta el día de hoy, le ha destinado.
Antes que soltar esta imagen, esta representación idolátrica que le ha sometido al orden de sus liturgias, el “hombre” está dispuesto a defender con su vida, hasta la muerte, el último vestigio de aquella efímera pasión que le ha sido entregada en su último mirar: la última certeza, la última objetividad, el último fragmento de verdad que le queda para sostenerse. No nos extrañe que esta propensión humana devenga finalmente como conducta frívola en el instante en que su ‘creencia científica’ (pasión objetiva) se ve puesta en peligro, ya que, al tratarse de su más entera vanidad, no le queda tiempo para calcular los saldos que le dejaría la desfragmentación de su imagen, la pérdida de su instante, el cese de significaciones que en aquella imagen como fotograma de un devenir ya no produce la misma pasión, ya no provoca ninguna mención, ni siquiera ninguna intención, que en algún momento hizo posible la vida, el goce y la plenitud.
La existencia polaroid es la existencia tramada por lo efímero y la representación, por el papel y la imagen, por el instante y por el significado, por todo aquello que somos en cuanto sujetos de representaciones, de ficciones, de creencias personales fijadas en la vanidad de nuestras certezas, nada hay de injusto en todo ello, excepto cuando pretendemos negar que procedemos de esta representación de lo efímero, cuando consideramos mentirnos a nosotros mismos que hay más verdad en unos que en otros, que la imagen que va, de uno a otro, contiene más pasión para imponerse, para fijarse, para quedarse como "modelo" ejemplar del devenir, cuando todo ello no es más que un juego infinito de posibilidades, un álbum, sin más, de viejas fotografías humanas.
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