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Funeralia: Sobre el culto romántico a los muertos.



En el fondo de la escena, solo el tiempo. En la pulcritud de la habitación funeraria, crucifijos, cristos varios decorando el vacío perpetuo encarnado por las paredes del mediano recinto, las mismas cuya sobriedad permiten repensar el espacio y su devenir, mientras el corazón confiado espera que el alma del difunto requiescat in pace (R.I.P. / descanse en paz). La luz, para entonces simbolizada con ceras, candelas y fuego, ilumina las sombras como una asamblea de espectros que vacilan en cada momento, en cada figura y en cada destello. Además, una extraña sensación de calma que llena todo el luctuoso lugar, una especie de tranquilidad post-mortem que anuncia los días de duelo que están por-venir, todo esto en medio de un convivio entre la vida y la muerte, en el espacio donde los vivos se citan con una muerte que les es ajena pero que los convida de un acontecimiento único que los llena de vida, después de todo, el cadáver aún se apodera de nuestro sentido, es entonces cuando el cuerpo se convierte en mensaje y en una voz que en aquella hora incierta se ha vuelto fría, tullida y transmutada en momia.


Pero en el corazón romántico del funeral no solo habita la muerte sino también la vida, el aliento y la esperanza, la carne y la naturaleza, o, mejor dicho, y bajo corrección de nuestra propia lengua: la naturaleza de la carne, que para entonces deviene como sí misma. Devenir entre el aroma de las flores, a través de los blancos lirios y de los apacibles narcisos, una ciencia experimental que nos remite a lo posterior, no por ganancia de evidencia sino por intuición de lo postergado, como aquello que en sí mismo habita en cada carne y en cada cuerpo pero que, aún después de muerto, vive. Sensaciones, sentimientos, intuiciones e instantes, componentes discretos de un signo fúnebre que se conjuga desde la historia del ser, por mor del amor a la muerte y de la muerte al amor como vida y deseo. Melancolía y tristeza como ornamentos de lo viviente, pero también un claro gozo furtivo y una dicha indescriptible que se sofoca más abajo que nuestro negro luto, tal cual si la pena no solo fuera un sentimiento sino también una actitud, algo compuesto eficazmente por un gesto y una disposición ante la muerte, siendo artefacto y a la vez plegaria, perverso secreto y oculto conjuro, gracia suprema que transforma un adiós en esperanza y una certeza en una duda, la sospecha perfecta que nos suspende para después, para un ahora y para entonces…



Sobre el sentido de la muerte.


La muerte y los rituales funerarios que el ser del hombre ha dispuesto frente a esta, son en buena medida recursos que nos ayudan a dotar de sentido a un acontecimiento que en su estructura tiende escapar al concepto, es esta ya una desproporción considerable que no puede quedarse sin ajuste, de tal modo que en algún momento el hombre debe articular dispositivos que puedan dar cuenta de las conductas y de la comprensión que sobre el fenómeno de la muerte ha de asumir un pueblo, un colectivo o un determinado grupo.


Los estudios prehistóricos nos dan noticia del interés tan lejano al presente en el que algunos homínidos que precedieron al homo sapiens manifestaron un interés particular sobre el hecho de la muerte, esto a partir del descubrimiento de vestigios de cráneos ubicados en el periodo mejor conocido como paleolítico inferior, no obstante, es hasta mediados del paleolítico medio en que la preocupación por la muerte llegará a promover disposiciones mucho más definidas en torno a las actitudes frente a la muerte, expresadas ya en comunidades neandertalenses de carácter fabril (homo faber) dispuestas al trabajo con herramientas y materias, actividad que establece paulatinamente un modo técnico y regulado del quehacer humano, el cual se encontrará prontamente dirigido hacia un análisis posterior del espacio y a una economía dispensadora del tiempo, de ahí que podamos encontrar, al margen del trabajo humano, los vínculos más primarios en torno a la sexualidad y la muerte a modo de prohibiciones, ya que se encuentran de alguna manera paralelas a la disposición del trabajo y al tiempo ocio experimentado por el homo sapiens, no nos extrañe por tanto que el homo faber (hombre que fabrica) esté integrado y comprehendido por el homo sapiens (hombre que piensa) pero más aún, que se encuentre configurado desde el homo religious (el hombre religado) creador de mitos, ritos y ceremonias.


Es a partir de la prehistoria, y específicamente al final del paleolítico medio en que se puede indicar la aparición de entierros como una forma de afrontar el fenómeno de la muerte que siempre le acontece al otro, de tal manera que el gesto y las disposiciones que se toman a favor del cadáver tienen que ver con una toma de sentido sobre aquel acontecimiento. Si bien es cierto que quizá la intención de inhumar el cadáver y ponerlo bajo resguardo de la fauna del lugar representa uno de los motivos primeramente intuidos para explicar este quehacer, no resulta menos riguroso apuntar que más allá del cuidado de que se dispone para el entierro del cadáver, se encuentra la idea de poner a salvo a la comunidad frente a la violencia aniquiladora de la que ha sido victima el ahora difunto. Es hasta cierto punto el horror y la repulsión como disposiciones afectivas humanas las que promoverán el entierro del cadáver que todavía ha de pasar por un proceso más violento de descomposición y podredumbre. Proceso que en determinado momento habrá de hacer aparecer una forma menos grotesca y más curiosa del fenómeno de la muerte: la osamenta y el cráneo del extinto, ahora limpios y blancos, indicio para entonces de que aquella fuerza aniquiladora se habría detenido.


El entierro del cadáver está entonces constituyendo los primeros tiempos de la humanidad, como un modo primordial de hacerse cargo de un fenómeno que irrumpe en cada momento sobre el orden establecido y regulado por el trabajo. Más adelante a esta disposición rudimentaria sobre la muerte habrán de incorporarse nuevos elementos que configurarán el deber para con los muertos, como una especie de normalización del entierro en cuanto actividad humana que nos distingue de la animalidad en general. Pensemos por ejemplo en el caso de Antígona de Sófocles a la que le han negado la posibilidad de enterrar a su hermano, muerto en una disputa con su otro hermano, a quien sí se le harán las exequias correspondientes de acuerdo con el decreto de Creón, tío y gobernante de la ciudad que ha ordenado abandonar el cuerpo insepulto de Polinice, hermano de Antígona, sin ningún gesto funerario adecuado:


“A Eteocles, dicen, manda que, tenida en cuenta la ley y la costumbre, sea inhumado con el honor ritual, con toda gloria, para que entre los muertos tenga también honores. ¡Pero no a polinice! Nadie podrá tocar el yerto y desolado cadáver de nuestro hermano; nadie ha de sepultarlo, nadie ha de llorar por él siquiera, nadie ha de lanzar lamentos, ha de ser arrojado sin exequias, sin tumba para exquisita vianda de las aves de rapiña que se hartarán de sus carnes apenas lo vean.”


Tal parece que ningún cadáver deberá pasar por la maldición y la inmundicia que representa el quedar expuesto a los animales y al espectáculo putrefacto del cuerpo como carroña, mismo que en breve habrá de mostrar su mejor rostro, más macabro, pero menos repulsivo en cuanto osamenta. De ahí la transgresión que Antígona opera frente a la prohibición de no dar entierro a su hermano, puesto que aun so pena de muerte a quien se atreva, el cuerpo de Polinice es cubierto con una tenue capa de tierra que Antígona le lanza con el único fin de librarlo de tan indigna e inhumana disposición de abandonarlo a campo abierto. La inhumación del cadáver se entiende entonces como un deber que adquiere un sentido propiamente humano, como un quehacer que define nuestro modo más propio de habérnoslas con la muerte.


Muerte cristiana y época macabra.

Con el advenimiento del cristianismo en occidente, las disposiciones funerarias se tornaron de alguna manera más complejas, no más difíciles sino más elaboradas, por cuanto que el fenómeno central que representa la muerte se vinculó a prácticas previas en las que el moribundo asumía una serie de actitudes que llegaron a componer el antes, durante y después de abandonar el lecho de muerte. De acuerdo con la idiosincrasia de la baja edad media, la muerte casi siempre era esperada por adelantado, de alguna manera la literatura y las canciones de gesta de la época dan cuenta de como al moribundo le era anunciada su muerte, de tal forma que sabía por adelantado que estaba a punto de morir, no bajo una modalidad de conocimiento supernatural o metasensible, sino mediante un percibir que algo andaba mal en sí mismo y que la muerte por tanto era inminente. Los cantares de gesta del medioevo describen precisamente al héroe de aventuras épicas que, en algún instante, herido se sabe a sí mismo en peligro de muerte, es decir, toma conciencia de estar “herido de muerte” y de esta manera se dispone voluntariamente a “bien morir”, lo que implicaba de pronto, colocarse bocarriba con las manos en disposición orante para preparar el alma al tránsito, siempre mirando al cielo. Debe haber tiempo para morir pues hay una serie de gestos rituales que antes deben cumplirse, entre ellos el lamento y la evocación de la vida, un rememorar el tiempo bajo el manto de la melancolía y la tristeza, luego el perdón, la reconciliación y la encomienda del alma a Dios. Como podrá intuirse, la muerte súbita o repentina era lo más temido en aquella época a medida que no permitía prepararse para morir.

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Se vuelve tan común esta forma de morir que, a partir del siglo XV en un contexto de hambrunas y peste negra, aparecen unos manuales o guías escritas para asistir al moribundo en su lecho de muerte, promoviendo una aceptación cristiana de la muerte y un ars bene moriendi (arte de la buena muerte) que procurará la salvación del alma hasta el último momento de la agonía. Los ars moriendi como se les conoce a estos manuales marcan un antes y un después de una significativa modificación al sentido cristiano de la muerte, ya que mucho antes del siglo XV la idea de la muerte giraba en torno a la comprensión de un final genérico para la humanidad (La idea del juicio final), de tal modo que el moribundo se entregaba a la muerte confiado en que en el juicio final de las almas todo habrá sido restaurado y perdonado; se esperaba a la muerte como algo que a todos les ocurre y era muy común saber por adelantado que uno iba a morir. No obstante, en las ilustraciones que aparecen en aquellos manuales del siglo XV la idea del juicio final (genérico) se presenta como un juicio particular (individual), en el que antes de morir todavía el alma debe de pasar por una última batalla, la de una última tentación en vida frente al abandono de esta vida terrena y sus posesiones.


El cambio de sentido de una concepción de juicio final a un juicio individual pudiera parecer irrelevante para comprender el modo en que la muerte y sus disposiciones humanas han sido configuradas a lo largo de la historia, sin embargo, la idea de un juicio individual hace patente que la relación de sentido entre la vida y la muerte en el siglo XV había cambiado considerablemente por varios factores, entre ellos el surgimiento de la biografía como elemento individualizante del fenómeno de la muerte, algo que en siglos anteriores se habría entendido como algo genérico. La individualidad del moribundo se manifiesta por excelencia en su lecho de muerte, lugar y escenario donde se da cita una asamblea de personas compuesta por familiares, amigos y siervos que están al tanto de las últimas palabras del moribundo, el mismo que para entonces se ha convertido en el actor principal de un drama cristiano en el que la última tentación de la vida habrá de vencerse. En la habitación no solo se encuentran las personas de carne y hueso presenciando la última querella de la existencia, sino que, según la iconografía de los ars moriendi, también se encuentran apostados, por un lado, el Cristo y toda su corte redentora, y por otro, satanás y sus legiones queriendo arrebatar el alma del moribundo, el cual tiene como último reto el desapego y el abandono de la vida terrena. Este último elemento de lucha por dejar ir el mundo de los vivos revela el carácter valioso que la vida había adquirido para ese entonces, ya que desde el siglo XII la vida burguesa emergente empezó a trastocar alguno de los sentidos sociales de la individualidad, la realización personal y el fin último de la muerte. A diferencia de los regímenes feudales donde los hombres no tenían nada que poseer, ni nada que esperar, la burguesía se fue fundando sobre un espíritu de trabajo y esfuerzo que daba a los hombres la idea de tener un proyecto, el fenómeno de la muerte entonces es enfrentado bajo la consideración cuasi inconsciente de un fracaso en el que cada individuo deba ser capaz de confrontarse, de tal modo que el bien morir consistía en hacer frente de manera cristiana a este último hecho, un dato de suma importancia para entender como la subjetividad moderna se pudo haber gestado a partir de una consciencia de la propia muerte.

Se acostumbraba, por tanto, acompañar al moribundo hasta su último aliento y luego entregarlo a la iglesia por disposición personal o familiar para colocarlo cerca de los santos (ad sanctos), de tal manera que la Iglesia durante muchos siglos administró bajo su poder los lugares fúnebres donde habrían de depositarse los cuerpos, en especial lugares dispuestos como el atrio o patio dedicado al entierro de los cadáveres. Estos proto-cementerios forjaron la idea de un espacio dedicado al transi (concepto que puede tener su equivalente al español como cadáver en estado descomposición) y al asilo que la iglesia les daba a los fieles que gustaban de dormir por la eternidad al lado de sus santos.

Pronto estos lugares de asilo recibieron poco más que cadáveres para su entierro, pues existen registros de prohibiciones dictaminadas por los concilios como el de Rouen (1231) en los que se emitieron prohibiciones para no reunirse en aquellos atrios donde los cráneos y las osamentas en general se asomaban sin causar incomodidad alguna a sus visitantes, inquilinos incómodos que se componían de músicos, malabaristas, comediantes y marchantes, quienes se congregaban para dar cuenta de la familiaridad con que la vida y la muerte convivían. Suele indicarse con propiedad que más que tratarse de una asimilación consciente de la muerte en realidad se trataba de un gesto frente a ella, de una actitud de reconocimiento de la propia muerte que invitaba a jugar, danzar y comerciar justo en el centro de una relación promiscua entre vivos y muertos: una danza macabra.


En breve las representaciones pictóricas y literarias de la muerte proliferaron durante el siglo XV, primero bajo la representación del transi como cadáver en estado de descomposición (sentimiento de fracaso existencial) y luego desde el XVI en osamentas y cráneos (erotismo macabro y gusto por el cuerpo mórbido) que incluso llegaron a decorar algunos recintos eclesiásticos como la cripta de los capuchinos de Santa Maria de la Concezione, o la de Santa Maria dell'orazione e la morte en Roma.


Los poetas y literatos de la época reflejaron constantemente esta familiaridad con la muerte que ya no solo manifiesta un sentimiento de fracaso ligado a la iconografía del transi, sino a un sentido de melancolía y profundo valor por la vida expresado en los temas macabros donde los cráneos, los cuerpos mórbidos y la muerte en cuanto tal eran el leitmotiv del discurso humano seducido por la bella morte, vale la pena hacer memoria del sombrío soliloquio que Shakespeare le asigna a Hamlet para comprender esta singular inquietud.



El culto a las tumbas y el silencio de muerte.


Con el advenimiento de la medicina del siglo XVIII aparecen ciertos indicadores de control higiénico para los cadáveres enterrados en aquellos asilos eclesiásticos, pues en determinado momento se hizo notar una queja acerca de los olores mefíticos que se desprendían de aquellos cuerpos yacentes bajo tierra, además, los médicos señalaron de manera asidua lo anti-higiénico que era mantener una gran población alrededor del moribundo, personas que en muchos casos eran familiares y amigos, pero que en otros eran hasta desconocidos que seguían al cura camino a casa del moribundo, y todavía más, en cuestiones de extravagancia fúnebre se solía contratar plañideras para ir a llorar al lecho de la persona en agonía. Estas costumbres fueron cambiando lentamente a medida que el cementerio se fue separando de la iglesia y se empezaron a tomar disposiciones necesarias para salvaguardar la dignidad de los muertos y así indicar los lugares precisos donde yacía cada difunto, práctica que promovió la personalización de las tumbas y el desarrollo del arte en torno a ellas. Apareció el epitafio, la efigie, las inscripciones elegíacas y el sentido moderno de la tumba como propiedad y lugar de descanso de todo difunto.


Es el siglo XIX el que se encarga de secularizar el cementerio y el culto a las tumbas, pudiera parecer contradictorio que en pleno positivismo (ciencia – progreso – industrialización) aparezca un sentimiento que hace quiebre con la tradición que había acumulado más de nueve siglos de prácticas apenas variables, pero se trata de un sentimiento y una actitud nuevas que se manifiestan en el dolor por la muerte del otro, aun se acostumbraba morir en el lecho de muerte pero este episodio tiene innovadoras características que re-configuran todo el dispositivo funerario, pues se encontraba marcado por un drama exacerbado de sentimentalismo cristiano; rezos, llantos y gritos desconsoladores llegaron a componer el capítulo final de un melodrama que tiene su fundamento en las nuevas relaciones familiares y la visión efímera de la vida que se gestaron en sociedades capitalistas e industrializadas. El nuevo modelo nacionalista de ciudadano exigía derechos hasta para los muertos, de tal manera que la convivencia entre la vida y la muerte que surgió en los asilos eclesiásticos se transformó en un culto secular que fue ganando adeptos de personas creyentes, no creyentes, colectivos anticlericales, etc. El culto a las tumbas contribuyó a una nueva forma de identidad nacional y a un moderno sentido de la vida frente a la muerte.


Al margen de estas prácticas secularizadas se fue forjando una nueva forma de morir, el lecho de muerte cede su lugar al hospital y las tumbas son visitadas en pos de un momento de recogimiento en que los deudos pueden cultivar el recuerdo de sus seres queridos. La melancolía y la nostalgia, pero también el regocijo y la esperanza serán las encargadas de ornamentar esta nueva actitud frente a la muerte. El duelo aparece con más frecuencia y se presentan casos de histeria en torno a la perdida de un ser amado, tal parece que el cristianismo allanó el camino para engendrar un sentimiento secular que incorporó la pérdida del otro, el dolor anímico frente a la muerte y la condición efímera de la existencia. Una moderna forma de sentir la muerte como sinestesia de los sentidos: dolor espiritual de sobrecogimiento, lagrimas del alma desconsolada y una angustia existencial frente a la nada.


Nuevas actitudes frente a la muerte se fueron fraguando desde los últimos dos siglos, nos podría parecer sorprendente que nuestras prácticas actuales del funeral, el cortejo, el entierro y los ritos post-mortem se reorganizaron apenas hace un par de siglos y representan una moderna forma de asumir la muerte. En sociedades de vanguardia funeraria se desarrolló paulatinamente a lo largo del siglo XX una forma civilizada de hacer frente a todo el complejo dispositivo de la muerte, un artefacto que ahora se volvía aséptico, científico y sobrio en torno a este hecho.


Primero la ciencia. Si en los siglos pasados el encargado de resolver el advenimiento de la muerte era el propio moribundo y en otros siglos más ilustrados y románticos era la familia, en los siglos de la era industrial y el progreso, la ciencia tiene la última palabra: la muerte ha sido sintetizada, previo análisis de los momentos que la componen, de tal forma que la administración de la misma configura el nuevo drama de las sociedades contemporáneas, aquí ya nadie sabe en qué momento se habrá de morir pues existe un nuevo tabú que ha vencido al tabú de la sexualidad, el tabú sobre la muerte que no debe comunicarse, sino que muy por el contrario debe ser silenciada.


Tanto en la práctica médica como en la familia se ha producido un gusto por el secreto, una delicadeza vanguardista que consiste en no confesarle al paciente que habrá de morir, como si esta verdad fuese ahora lo repulsivo y lo que hay que resguardar de la vista de todos. Se miente en vías de no promover alguna irrupción de sentimientos ajenos al espacio analítico del espíritu moderno, espacio donde ningún fluido debe entorpecer el mecanismo de los procedimientos; el llanto, la pena y el dolor son extirpados por una práctica quirúrgica en la que se niega la legitimidad del sentimiento y el desborde de las emociones, todas ellas pertenecientes a lo “irracional” según la visión dicotómica de la ciencia como el culmen de la racionalidad frente a todo aquello que se le opone.


Luego la familia. Pues contribuye con esta puesta en escena acompañando a su paciente hasta el momento en que deban ceder el cuerpo agonizante a los médicos, quienes se encargarán de determinar el modo, la causa y la hora de muerte. El silencio de muerte se encuentra entonces encriptado bajo el secreto, un secreto que le niega al paciente el conocimiento de su muerte, el cual le queda negado bajo el signo de la ignorancia y en todo caso, aun enterándose de ello habría que fingir no saber o no haberse enterado, ya que este silencio solo puede ser suspendido en la medida en que dicho conocimiento no altere o cause incomodidades sentimentalistas en el mundo de los vivos. Es esta la tragicomedia de los tiempos contemporáneos en que vivimos/morimos, época donde la verdad juega a ser mentira y la mentira suele ser más verdadera que la verdad, al grado de llegar a ser insoportable, por ello el simulacro, la ficción y la apariencia.



Finalmente no nos resta más que señalar el modo en que el mercado fue asimilando y estetizando nuestras prácticas contemporáneas en torno a la muerte, pues ha creado todo un catálogo de productos para el modo en que hacemos frente a este fenómeno: desde el aseo funerario y la preparación del cuerpo que son ofertados por las funeral homes y genéricas, hasta el traslado del féretro, su entierro y el servicio de jardín funerario que puede variar desde lo más simple hasta lo más pomposo y fastuoso que toda familia pueda pagar. El prestigio y la dignidad de la muerte ahora suele medirse por el modo en que el poder adquisitivo de la familia permita dar a su difunto un honroso y merecido entierro, además de un buen lugar para el descanso eterno como un lujoso mausoleo o una tumba bien cuidada y llena de flores. Todo esto para que posteriormente se pueda peregrinar hacia sus tumbas en busca de una memoria y un lugar propicio para hacer fluir los sentimientos y la emociones que en la ciudad y frente a los vivos nos queda vedado, el cementerio funciona entonces también como un territorio analítico, un lugar en el que la muerte y sus consortes pueden tener su escándalo; aquellos lloriqueos y aquellas aflicciones bien pueden expresarse al aire libre, pero no en un espacio donde el bienestar, la felicidad y la vida pletórica saturan la existencia en tanto que bienes y servicios, en tanto que deseos y aspiraciones de sociedades que están enteramente dispuestas a morir por un poco más de vida.











 
 
 

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