Gucci, Dior & Valentino: La lógica de lo efímero.
- Por David Gámez.
- 29 jun 2018
- 13 Min. de lectura
Primero los clichés; Sí, la moda conjura un sistema de frivolidades, seducción y superficialidad, pero no por eso deja de ser un elemento constitutivo de la subjetividad moderna y del devenir de la civilización seducida por la novedad.
Después, la moda es un asunto de superficialidades y de operaciones efímeras que nada tiene que ver con lo trascendental y lo profundo, sin embargo, no por esto la filosofía debe callar frente a un sistema que en el orden de las apariencias se le opone como lo contradictorio, sino que muy a su pesar tiene el deber de pensar en ella como el fenómeno matriz de sociedades democráticas que se articulan progresivamente bajo su propia lógica, efímera y burocrática a la que hay que leer más allá de toda ideología preconcebida.
Finalmente, vienen a decir que el acontecimiento del sistema moda devino en modular a los sujetos como masa homogénea y remarcando la distinción de clases. Algo que habría que matizar en la medida en que no es precisamente una distancia de clases lo que fomenta la vanidad y el imperio de lo efímero, puesto que lejos de gestionar un proceso de estereotipos, la moda en cuanto sistema busca operar una serie de procedimientos basados en la diferencia más que en la igualdad. Reflexionemos entonces sobre esto.

En todo tiempo y en todo momento el hombre ha sido seducido por la apariencia, por el modo en que el aparecer le permite exponer el ser desde ciertas categorías simbólicas, y desde una interpretación del cuerpo en que se asume tal o cual representación. Ya desde las sociedades tribales el cuerpo se entiende como algo a lo que hay que designar, marcar o delimitar, de tal modo que el hombre se hace individuo en cuanto que se “viste”, y aquí es importante reconocer que el vestido no solo implica la ropa o la vestimenta que se porta, pues es esto precisamente lo que hemos de llamar “superficie”, no obstante, el ornato-vestido implica sobre todo y en primer orden, el modo en que una “visión” designa la mención que los cuerpos han de asumir para “vestirse” en cuanto individuos de una comunidad o tribu. De este modo, “vestirse” implica un modo de ver lo que uno es en relación con una “primer visión” que instaura lo visible, lo que se ha de dejar ver pues, en orden a la identidad de grupo. De ahí que vestirse sea algo propiamente humano en la medida en que requiere “visión” y “mención”, y esto va desde la pigmentación de la piel hasta los fastuosos vestidos que el mundo occidental ha destinado para la apariencia humana.
Sin embargo, no hemos de asumir que la moda moderna como la conocemos hoy inicia de manera simultánea con la necesidad humana de la apariencia, puesto que la moda posee en sí misma ciertos rasgos que la diferencian del ejercicio común del vestido y de la apariencia, algo que hace posible rastrearla históricamente para comprender su lógica multifactorial definida por aspectos sociales, económicos, artísticos y epocales. En su devenir intentaremos mostrar que la moda anuncia el antecedente de la subjetividad moderna, a la vez que logra instalar todos sus elementos de manera paulatina: el valor de la libertad humana, la disposición social abierta al cambio y a la novedad, y el predominio fundamental de lo efímero. Es precisamente la moda lo que hace posible realizar la democracia y el estado de igualdad en el seno de una sociedad que está dispuesta a transformar sin ningún inconveniente la apariencia y el orden de la tradición, todo ello a partir de un dispositivo frívolo y seductor que promueve la multiplicidad de los prototipos.
La aristocracia: génesis del sistema moda.
Mediados del siglo XIV, justo en la crisis de la escolástica. Lo que acontece de manera social e histórica en Europa comienza a preparar un nuevo escenario que perfila el advenimiento del sujeto moderno, en su génesis el sistema moda necesito del gasto suntuario y del espíritu de derroche que la nobleza comenzó a emitir con el fin de destinarse a sí misma la pompa y la fastuosidad que habría de mostrar frente a su súbditos, de alguna manera la revitalización del hombre ocurrida más tarde en el renacimiento trajo con ello un brío de exaltación y seducción por el hombre, una especie de narcisismo en el que el cuerpo, la vida y la libertad se revalorizan, de tal modo que en una ruptura soft con la tradición, la nobleza da inicio a un movimiento que poco a poco se irá aproximando al ideal de la moda moderna.
El ímpetu social que caracterizaba a aquella época era pues la disposición al cambio, el interés progresivo por las novedades y la búsqueda de nuevas formas para reconstruir la individualidad fría y gris de otras épocas. Tiempos aquellos en que la polis predisponía al sujeto (Grecia antigua) o en que la civitas dei forjaba a la criatura en orden a su creador (Cristianismo), en esta revalorización del hombre no existe una ruptura radical frente a la tradición, sino que se opera por medio de ciertos cambios sutiles que no vienen a hacer mella sino hasta que aquellos pasan a ser de orden constitutivo. De primer momento, el hombre comienza a hacerse cargo de su apariencia; mientras que en Grecia o en la Europa cristiana la apariencia está definida por un modelo “tradicional” de lo que se viste o se calza, con ciertas posibilidades de cambiar el color, la tela o la longitud, desde el siglo XIV la nobleza intenta personalizar el vestido, esto es, de un conjunto preestablecido por el orden del conjunto-vestido, los nobles empiezan a modular sus prendas a encargo sugiriendo nuevos tamaños y nuevos aditamentos, perifollos que de a poco ignoran el ridículo y perendengues que pronto se olvidan del exceso, a tal grado que en los siglos venideros que abarcan hasta el siglo XIX, la moda tomará un rumbo en el que los individuos querrán vestir como los demás pero a su modo, querrán seguir la corriente pero con su estilo particular, una especie de individualismo estético en el que se hace posible la autonomía del individuo en materia de apariencia y en ruptura constante con el pasado.
El papel que la “tradición” jugaba para modular a los individuos en épocas anteriores chocaba de frente con una nueva forma de asumir la individualidad y la apariencia, el individuo es seducido para intervenir sobre lo establecido, el modelo predefinido empieza a individualizarse según el gusto particular de quien lo porta, de ahí que comience a trastocarse el peinado, el traje y el maquillaje, redimensionando algunos detalles del ornato-vestido, como la altura de las gorgueras que después devinieron en lechuguillas cada vez más amplias tanto para mujeres como para hombres, pero también se moduló la profundidad de los escotes y el pronunciamiento de las braguetas en forma de pene, se modificaron a capricho las dimensiones de los miriñaques y se introdujo el ringrave, el jubón compitió con lo femenino casi imitando los senos, en tanto que la influencia militar introdujo las botas y las espuelas, se redujo la chaqueta y las piernas del hombre fueron más proclives a definirse. En cuanto a importación de materias primas el catálogo se intensificó, se importó algodón, productos colorantes, plumas, sedas, paños, telas de lino, terciopelo y pieles preciosas; el barroco pudo plasmarse entonces en cada uno de los peinados que en lo posterior alcanzaron una altura y un tocado verdaderamente considerables. De esta manera, no nos tome por sorpresa entonces la magnitud de las telas y tocados que observamos en una pasarela de Valentino de Alta Costura, donde los pliegues y las plumas se toman la libertad de invitarnos al ensueño, y donde los colores pastel, marrón y demás tonos terrosos permiten intensificar la teatralidad de la apariencia, en la que el individuo puede hacer gala de su natural sofisticación prestando atención al detalle y al volumen, manifestando la irrecusable conexión entre la moda y el individualismo, entre la identidad y la fugacidad del momento.
La burguesía: el juego de las frivolidades.
Con el advenimiento de un nuevo régimen económico y social en el que la monarquía va perdiendo terreno en favor del nacimiento de las Ciudades-Estado, surge una nueva clase social, la de la burguesía. Es este episodio de finales del medioevo el que va a marcar el arranque de una democratización de la moda en la que nobles y burgueses van a competir no solo por un estatus social, sino también por la autenticidad de la apariencia y la singularidad de la presencia. Para este momento el presente es lo que más cobra valor y el buen gusto comienza a instituir la seducción como mecanismo para la variación de la apariencia, pues en la moda se fomenta esto, no solo el gusto por “mirar” sino también por ser observado, un juego en el que las miradas se destinan a la estética de la presencia por vía de la provocación frívola para ser el foco de lo que se mira. No nos extrañe así que en el apogeo del siglo XX, la moda permita engendrar nuevos eidola (ídolos) para las sociedades contemporáneas, los cuales desde una fenomenología de la visión logran agotar en sí mismos las miradas que se colman de aquello que se mira; el ídolo funciona como un espejo invisible que refleja lo que la mirada quiere ver, lo que se ha dispuesto para ver desde una primer visión, introduciendo a la mirada en un juego de ciclicidades donde no se devuelve más que lo que se ha dispuesto para mirar, sin posibilidad de salir del hechizo en el que solo se mira lo que ya se ha dispuesto, prémier de lo visible, visibilidad de lo primero, y nada más. El ídolo seduce, atrapa y centraliza la mirada, aun cuando no sea más que el artificio de aquella visión que ha asumido su propio cautiverio.
Es justamente en este espacio lúdico donde la nobleza y la burguesía van a competir por el prestigio vestuario y la distinción social en el orden de la personalidad. El individualismo estético se encuentra anunciando los nuevos ideales sociales del posterior individualismo ideológico: la libertad individual, la autonomía de la voluntad y el éxtasis superficial del “yo” como epicentro de la apariencia. Son estos ideales sociales emergentes los que van a permitir explicar la multiplicidad de los prototipos en relación con la moda, pues la moda solo es sistema-moda cuando su lógica está resuelta a la variabilidad y a la novedad como constante de operación, teniendo como eje rector la infinita disposición a la innovación y al cambio, exigiendo por esto, el mecanismo de la subasta.
Sobre este contexto donde los “nuevos ricos” están ascendiendo a las clases aristocráticas, es donde la burguesía va a poder tomar lugar en el seno de la nobleza cortesana, primero imitando el derroche y el despilfarro como gasto demostrativo de su poder social, pero luego asumiendo un papel configurador en orden a la determinación de nuevas formas de la apariencia, he aquí donde podemos rastrear la emergencia de la frivolidad como algo propiamente característico de la moda, pues tener el privilegio de individualizar el vestido tiene como principal motor el placer de ser observado, de colmar las miradas de los otros esperando complacer su gusto y su refinamiento, se tiene el deseo de sorprender y de “brillar” en la corte, teniendo como fantasía llegar a ser único y singular, con toda esa extravagancia que ha sido decidida por el “sí mismo” de cada individuo, ese “yo” circunstancial que desde el renacimiento ha recibido la noticia de la fugacidad de la vida y de su anclaje a la terrenalidad, que ha visto retroceder la tradición y los privilegios de clase en favor del cambio y de las novedades que tanto confort están reportando ahora para la vida del mundo cortesano. La exaltación del individuo y la búsqueda de su personalidad mundana es un lugar donde la metamorfosis se ha convertido en una pasión desenfrenada, espacio donde la encarnación del cristo va a llegar a su estado pletórico.
El advenimiento de la moda y su frivolidad no ocurre precisamente a partir de una distancia de clases, sino solo a partir de un mundo cortesano que fomenta la decisión libre y el atrevimiento del capricho entre la nobleza y la alta burguesía, allí donde las voluntades se vuelcan hacia los artificios y a los gustos efímeros que no pararán de exigir la novedad del día siguiente, inversión pues del tiempo y de su valor, el pasado y su tradición simplemente ceden su lugar al presente, tiempo que coloca su imperio en medio del juego de las frivolidades. La transición entonces se opera desde arriba, en los altos niveles de la aristocracia, élites abiertas a nuevos valores que, aunque mundanos y superfluos, se instauran como un régimen que paulatinamente se configurará como un gran aparato burocrático y a la larga se encargará de divulgar el ideal de la democracia como valor político y el advenimiento del progreso como metarrelato del porvenir.
Antes de acudir al acontecimiento de la Moda Centenaria en que el modisto, el taller y los maniquíes vivientes empiezan a formar parte de la lógica del sistema moda, hagamos un ejercicio con la mirada y la visión a partir de los juegos ópticos e ilusiones dispuestos en una pasarela Haute Couture de Dior, una pasarela donde el blanco y el negro permiten derivar sus diferencias en virtud del juego de la modulación; fenómeno de transparencias, ensambles, rompecabezas, falsos pliegues y cestas, un evento en que la visión y sus sentidos son transpuestos por vía del gesto onírico y del surrealismo, recordemos que la moda tiene de suyo la seducción frívola de la mirada para dejarnos colmar por una prémier visible de lo que se ha de dejar mirar, y por esto también, de todo aquello que se nos oculta.
La moda centenaria: Haute Couture.
Paris, entre 1856 y 1857, Charles Frederick Worth funda la primera casa de Alta Costura que expone y firma sus modelos previamente confeccionados, mismos que son exhibidos en salones abiertos al público y presentados por mujeres jóvenes, prototipos de los futuros maniquíes y antecedentes directos de los “pases” parisinos, que a posteriori inaugurarán la gran época dorada de las pasarelas de moda. Pronto, la idea de Worth se multiplicará en Paris al abrirse un sinnúmero constante de casas que promocionan su propia firma, por lo que en unión con varios couturiers fundan la Chambre Syndical de la Confection et de la Mode, en un intento por normalizar el negocio de la confección y de la alta costura. Worth, es por esto sinónimo de autoridad en materia de elegancia y pionero de la actitud soberana del modisto, para presentar sus prototipos e imponer mercantilmente sus modelos. Quizá en alguna otra entrega de esta filosofía del sistema-moda pueda estudiarse a detalle el papel de Rose Bertin, “ministro de modas” de María Antonieta, quien podría ser precursora de esta soberanía del modisto, y de su percepción de que la moda es sinónimo de arte y de creación libre y auténtica.
Vale la pena, por ahora, continuar con lo siguiente. El devenir del juego de las frivolidades entre la nobleza y la alta burguesía del siglo XIV se prolongó hasta que la moral burguesa tuvo un papel más activo en la configuración de la apariencia. Justamente la moral cortesana desde los siglos XI y XII se encargó de perfilar el rol que hombres y mujeres habrían de jugar en el desempeño de la seducción a partir de la invención del “Amor”, pues bajo este mundo encantador el caballero audaz y osado se convirtió también en literato y poeta, el hombre de buena apariencia y de buenas maneras, el mismo que con su galantería buscaba ganar el favor de la mujer amada, rindiéndole tributo a partir de su lirismo, guardando su lenguaje soez para otro rato y haciendo entonces poesía de su cortejo. Mientras tanto, el papel de la mujer se definió a partir de la supravaloración de su belleza y del poder legitimo que desde la antigüedad le habían asignado para el cuidado de su apariencia y el gusto por la estética de la seducción, de ello se sigue que en el siglo XIV la indumentaria se específica radicalmente a partir de una distinción de los sexos en que el vestido busca enfatizar los atributos de uno y otro: se destaca el tórax masculino a partir del jubón, mientras que las braguetas toman formas fálicas y se enfatizan las piernas. En orden a lo femenino, se resaltan los escotes y se remarcan los hombros, se ciñe el vestido y más delante se estiliza la figura con el corsé, resaltando las caderas y acentuando el pecho, nuevos artificios para la seducción y el erotismo de los cuerpos. No obstante, a partir del siglo XIX y en clara contradicción con el mundo cortesano, la moral burguesa le niega al hombre su fantasía dentro del devenir de la moda, pues lo somete al régimen austero y sombrío de la indumentaria, de tal manera que el traje masculino se reduce a manifestar la elegancia y el ethos del ahorro y del esfuerzo. Frente a la fastuosidad y el despilfarro de la nobleza se opone el trabajo y la igualdad que abanderan a la burguesía, el traje se vuelve comúnmente negro y en cierto momento consiste en traje y corbata, de esta manera, en adelante, la moda se convertirá en una aventura femenina.
El siglo XX trae consigo grandes novedades, apenas entrada la primera década, Paul Poiret el denominado King of Fashion, desautorizó al corsé como la prenda más utilizada para el vestido femenino, de tal manera que libera a la mujer y la individualiza aun más, no la somete a un modelo rígido y determinado, sino que la anima a buscar su propia personalidad por medio de la exploración de un tipo apropiado para cada una de ellas, al interior, por supuesto, de la multiplicidad de los modelos. En este sentido, Poiret conquista de manera personal el lugar que el modisto, mejor conocido ahora como diseñador, debe ocupar dentro de la creación misma de la moda: al igual que el artista, el diseñador de modas debe ser capaz de promover nuevos estilos y tendencias, y no precisamente seguirlas, he aquí el gran momento reivindicador del sastre/modisto/diseñador, tras largas centurias por fin encuentra el modo de ocupar el lugar que le corresponde, el de soberano y regente de la creación del conjunto completo del ornato-vestido, no solamente una participación accidental y de segundo orden, sino modificando a voluntad la lógica central de la apariencia.
Gabrielle Chanel y Jean Patou, contemporáneos de Poiret, irán un paso más allá de las intuiciones del “Rey de la moda”, pues se tomarán el atrevimiento de evitar los perifollos y perendengues que tanto han ornamentado el vestido, a tal grado que lo vuelven simple, sobrio y sin exhibición de lujo, de ahí que las múltiples criticas que recibieron en su momento fueron en orden a reducir la fastuosidad y la pompa del vestido a un prototipo de carácter simple y democrático. “Estar a la moda” consistía entonces en manifestar un aspecto discreto, evitando el mal gusto del exceso y el ridículo, consistía precisamente en no parecer rico, aunque la firma, los modelos y los materiales si lo expresaran, por esto, el redoble de la visión: apariencia de la apariencia.
Los grandes “gritos” de la moda que siguieron durante el resto del siglo van a consistir en explorar la versatilidad del vestido femenino, y masculino en algún otro momento, los deportes influirán a medida que aparece el cárdigan, los pantalones cortos, los jerséis, los bañadores sin mangas, las faldas plisadas, el bikini, la minifalda, etc. Basta con agregar dos cosas más respecto a este devenir de la moda centenaria, por una parte, el vestido para la mujer queda diversificado, lo que permite ahora tener prendas específicas para el día y grandes diseños para la noche, promueve la libertad de la personalidad relajada, cómoda, colegial, desinhibida y austera, pero también la personalidad seductora, sexy y sofisticada. Por otra parte, no se puede dejar pasar el hecho de que Paris desde el siglo XIX centralice el fenómeno del sistema-moda, lugar donde la burocratización y el espacio analítico dejarán aparecer el estudio y el taller, que bajo cierto esquema de las sociedades industriales habrán de jerarquizar el diseño, el trabajo y la producción.
Gucci representa lo que el imperio del diseñador (Alessandro Michele) significa para la creación y la innovación de la apariencia, su colección refleja precisamente el carácter internacional que la moda adquirió hace más de tres siglos, de modo que sus diseños incorporan elementos de las diversas culturas, a la vez que promueven la resignificación del modo en que lo tradicional se ha de vestir, alterando las formas y los contenidos (símbolos y marcas), modificando a voluntad la longitud, el color, la materia prima y lo propiamente humano; se brinda el mensaje que desde una intención quirúrgica se ha de modificar la apariencia primera, se juega con lo científico, lo tecnológico y con una reminiscencia hacia lo sacro, idea de que la belleza no está en lo dado sino en lo trans, en lo trans-humano, en lo trans-gresor, en lo físico del trans: Lógica de lo efímero.
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