Acerca del erotismo: apuntes sobre el cuerpo, la carne y el deseo.
- Por David Gámez.
- 10 jun 2018
- 7 Min. de lectura
Posiblemente estamos situados en el momento de la post-orgía, en el instante en que todo deseo ha sido encauzado y toda fantasía tiende a la reproducción, es el instante preciso del desgaste del cuerpo y del onirismo anímico; monotonía, tedio y desencanto, no más. Sexo, frivolidad y desempeño, es el imperio del cuerpo en tanto que cuerpo, donde los muslos y las piernas cumplen con su rendimiento orgánico y estético, donde los senos y la boca sirven para lo que sirven, maquinas de ensamblaje y de estimulación, caderas sinuosas y cuellos prensiles, gritos, gemidos y miembros excitados, mantras orales y fluidos lubricantes, el imperio del cuerpo en tanto que cuerpo, el devenir de los órganos en tanto que componentes, miembros ordenados uno a uno para el funcionamiento de la máquina-cuerpo.

No cabe duda de que del silencio sobre el sexo pasamos a la estridencia de lo sexual, como si de la represión lo único que hubo que hacer era confesarla, para que al día siguiente entonces se llevara a cabo el festín, y es que hasta la filosofía misma decidió proscribir lo erótico de su lenguaje; desde que la representación parmenídica del mundo se instauró como un asunto de doble orden, el de lo inteligible y el de lo sensible, fue entonces que la sensibilidad quedó subordinada a la empresa de la inteligencia, gobernada por ella e hipostasiada esta última como el único orden al que puede aspirar lo verdaderamente humano.
Acerca de la visión y de la orgía: los cultos mistéricos.
Poco sabido es que antes de que el logos griego hiciera su aparición como acontecimiento del pensar racional, los pueblos de Oriente y sus religiones mistéricas que llegaron a Occidente, ya entretejían la sensibilidad (aisthesis) y el sentido (Mythos) por medio de una religiosidad iniciática: creencias populares denominadas religiones mistéricas, que bien podemos indicar aquí como “Misterios eleusinos”, “Misterios dionisíacos” y el “Orfismo, por decir algunos de los más importantes. La palabra misterio, proviene de Mysterion, que a su vez procede de mystós y que puede traducirse como “cubierto o velado”, ya que en determinado momento del culto los iniciados en estos ritos que estaban “cubiertos” del rostro como parte de un proceso de iniciación llegaban a convertirse en epoptai, esto es “los que han visto”. Estos cultos mistéricos guiaban a los iniciados a la revelación de un secreto trascendente, trataban de resolver de alguna manera el problema de la unidad y de la pluralidad, daban respuesta acerca de cómo todo podría volverse a integrar en lo “Uno” por medio de una visión de lo sagrado. De esta manera se revelaba pues, el contenido de la existencia. Del temor al caos pluralista pasaban a la experiencia de la Unidad como orden y comunión.

El iniciado seguía un largo proceso de preparación ascética para llegar al Telesterion (Lugar donde se realizaban los cultos mistéricos de Eleusis) era entonces donde los hierofantes (sacerdotes encargados de “mostrar” las cosas sagradas a los iniciados para hacerlos transitar de Mistai a epoptai) tomaban el cáliz (Krátera) que contenía la pócima sagrada (Kikeon) prescrita por la misma diosa Deméter y que funcionaba como un bebida alucinógena capaz de colocar al iniciado en una situación extática debido a su poder adormecedor que promovía la “visión” de lo sagrado. En el momento revelador y más estimulante del éxtasis mistérico, el iniciado presenciaba una unión sexual sagrada, al menos simbólicamente, representando la fecundación de Perséfone en el Hades, ascendiendo así con una vida nueva engendrada. “Los que han visto” experimentaban de esta manera el ciclo de la aparición de los seres, de la muerte y de la continuidad de la existencia tramada por la vida, la fertilidad y la tierra.
En el caso de los misterios de Eleusis no había vino, sino pócima sagrada (Kikeon), lo que representaba una diferencia en torno a los cultos dionisiacos, puesto que Dionisos, quien después fue llamado Baco en Roma, era el dios inventor del vino, mismo que constantemente, según el mito, promovía a todos los que entran en contacto con él, a la embriaguez y a la orgía. Los cultos mistéricos a Dionisos estaban vinculados a la evocación de la primavera después de un largo invierno, por lo que en su culto también se representa una hierogamia (unión sexual sagrada) que invitaba a experimentar el sentido de la fecundidad y de la vida nueva.
De acuerdo con los registros históricos, los misterios dionisiacos y después los cultos vinculados a Baco llegaron a tal expresión que, diferenciándose de los eleusinos, los misterios se realizaban al aire libre y con un gran énfasis en la dimensión fálica del hombre, de tal modo que además de la libertad sexual promovida por la embriaguez, también se cometían todo tipo de singularidades como la omofagia (consumo de carne cruda) definida por el mito en el que se indica que Dionisos es descuartizado y devorado por los titanes. finalmente, en el éxtasis de los cultos báquicos, la noche era la que hacía lo suyo por vía de la seducción, de tal manera que extasiados por el vino y convocados por la vida experimentaban la unidad del todo por mor de la comunión sexual en lo plural. De aquella gloria gozaba para entonces la orgía, y he aquí una de las formas más remotas de la condición erótica del hombre.
El fenómeno erótico.
Una cosa es cierta, aunque no es muy evidente para todos: el erotismo no se agota en lo sexual, ni lo sexual representa por sí mismo el núcleo de lo erótico. Al poseer el erotismo su propio lenguaje y su propia lógica, resulta innecesario tener que someterlo al régimen de los intereses racionales, pues el fenómeno erótico por sí mismo no se explica desde un “ego cogitans” (el “yo” pienso) sino desde la reducción erótica a un “ego amans” (el “yo” que ama), es solo desde esta instancia en que el pensamiento se convierte en vivencia, puesto que no hay otra forma de hablar de lo erótico más que de lo que uno mismo ha padecido.
Lo primero que hay por decir es que el fenómeno erótico está constituido por varios momentos que a su vez articulan un fenómeno unitario, y que de manera simultánea también hacen patente una relación indisociable entre el ser amado y el amante. Es por esto por lo que, en cuanto amante, uno siempre se encuentra en tensión constante con el otro, el otro que a su vez no sabemos ni quien es, ni como se llama, merece ser anónimo por ser simplemente el otro, aquel sin identidad, el otro que representa el “lugar” del no-lugar desde donde se me ama. En esto se nos han adelantado las religiones mistéricas, el erotismo se escribe a partir de una espera, la espera de todo aquello que ya es para mí un misterio (lo oculto). En este sentido, estamos siempre iniciados por el Eros (Amor-deseo) modulados como amantes antes de ser conscientes de querer amar, forjados en el acero del deseo mucho antes de aprender siquiera, lo que el deseo significa para nuestras conciencias.
Entonces “Heme aquí”, el rostro que aparece, el otro que empieza adquirir identidad y se presenta como el ser amado, aquel otro por quien se ama y por quien se ha esperado, un acontecimiento que finiquita nuestra vanidad, ese vacío de saber que “existo, y luego qué…” la vacuidad de la conciencia frente a su propia certeza. Y así comienza la seducción, el juego de las miradas y el intercambio de los votos, gestos incluso no verbales que indican el “aquí estoy” y el “te he amado” desde otro tiempo que no es ni magnitud ni intervalo, sino vivencia y espera, la espera padecida por la tensión erótica del otro me habita, que me habita precisamente en cuanto que me falta.

Luego corremos el riesgo, la decisión no calculada por la ganancia sino por el espíritu temerario de reducir la distancia frente al otro, la cercanía. Movernos en el espacio, pero no en el espacio de los cuerpos sino en el devenir espacializante de la carne, la carne que siente, que se aproxima y a la que le hierve la sangre, aquella que es experimentada en cuanto que se vuelve uno amante, el cuerpo destituyendo su mecanismo para modularse como viviente, entregado al deseo y suspendido por las alas del erotismo, un “ego” suspendido por el “alter” arriesgándolo todo.
Y de un momento a otro, la desnudez. El momento preciso en que la subjetividad se reduce al deseo, el instante en el que la vestimenta que recubre al cuerpo obstruye a la carne, imponiendo una separación tal en la que los individuos están por sí mismos sin posibilidad de avanzar hacia otro, de ahí la sensualidad, el roce y la caricia, un gesto que hace caer las barreras de la individualidad posibilitando la cercanía, promoviendo la entrega recíproca de la carne; mientras los cuerpos del mundo nos cierran el paso, la carne de quien se ama nos permite avanzar. Buscamos más que ser uno mismo, pues no se trata de identidad sino de modificación, dejar de ser cuerpo para convertirnos en carne que siente, dejar de ser “yo” para convertirnos en amantes, los amantes que desde la carne están deseando esclarecer el mundo.
Hay un dejo de eternidad después de todo, un “para siempre” suspirado en el fenómeno del erotismo, como una posibilidad de que la vida aspire a más vida por medio del deseo, puesto que para amar no hay razón suficiente que alcance, sino solo noticia de saberse amante y ser amado desde alguna otra parte, es esta la condición erótica del hombre en el que al amar no existe ninguna pérdida, puesto que simplemente se ama por estar iniciados en el deseo, de ahí el “yo he visto” y “he tomado el Kikeon” de los epoptai al final del culto mistérico, a final de cuentas, solo basta tener una “visión” para saber que el deseo nos configura de un lado a otro, a partir de su propia lógica y sometidos a su propio rigor.
Así podemos decir entonces, que el erotismo no es esencialmente ni rendimiento de los cuerpos ni pornografía, sino que se instituye por sí mismo en el devenir carnal de lo humano, como proceso de apertura que inicia al hombre como amante. De esta manera, tenemos que el filósofo antes de ser pensante debe ser amante, convocado por el deseo para encontrar aquella falta que irremediablemente le habita el corazón: Sophia, para justificar de alguna manera el mundo.
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